Dentro de las publicaciones dedicadas al fantástico que conozco, no suele ser común el reconocimiento a la obra de un tipo de artista que suele pasar invisiblemente ante los ojos (paradoja mediante) de los observadores. Claro que su labor, al menos en estos medios, es la de acompañar. Partenaires necesarios o no, tengo la sensación de que son pocos, muy pocos, los que hacen algún comentario sobre el difícil arte-oficio de la ilustración.
Inmersos en una sociedad visual, estamos acostumbrados a la existencia omnipresente de las imágenes, como si las mismas brotaran sobre el papel (analógico o digital) conejilmente, una detrás de otra y de manera sobrenatural.
Mientras escribo estas líneas levanto la cabeza y ante mí, autografiada, cuelga una obra de Ciruelo. Más allá, dos más del mismo autor. Por toda la casa hay dibujos o pinturas, los primeros generalmente míos, las pinturas de Laura, mi esposa. Con estilos muy distintos, las formas y los colores nos unen. Verla dibujar o pintar hace que yo mismo tenga ganas de tomar mis útiles y emprender una nueva obra. Ella me moviliza, me inspira al igual que las musas.
Si no es la primera vez que pasan por aquí sabrán que, salvo la música (que me sigue esquivando, aunque cada vez menos) en todo me enrosco y termino haciendo algo. Bien, mal, pero hago. Y cuando pasa eso, cuando uno está libre para dibujar o pintar, la mano fluye, las formas nacen y crecen, y nadie nos detiene, porque la creatividad, en ese momento, está a full.
Pero ilustrar un cuento o un libro es otra cosa. Quien no lo sufra en carne propia (ilustrador, escritor o editor) sabe lo difícil que puede ser ilustrar un texto. Uno no puede dibujar cualquier cosa. O sí.
Desde mi punto de vista hay dos formas de acompañar una historia a través de la ilustración: una es buscar una imagen bella que pueda o no estar relacionada al texto; la otra, hacer una ilustración inspirada en el mismo, pero que debe tener la sutileza de no contar de más, no romper la magia que forman las palabras.
Todo gran capocómico tuvo (tiene) alguien que le da pie para rematar la broma, un interlocutor de nivel que brilla con luz propia pero sin hacerle sombra: eso mismo es lo que intenta ser y hacer un ilustrador.
Por último, conozco el oficio de corrector literario, pero no el de corrector plástico. La obra del ilustrador es propia, y completamente suyos los defectos y las virtudes. Y también suyo parece ser el silencio ajeno, ya que suele ser el omnipresente artista invisible.
No es por mí (no sólo por mí) que escribo esto. Va también como agradecimiento a todo aquel que con su inspiración, su mano desinteresada, acompaña la obra de escritores y periodistas. Por agregar ese plus al bello arte de las palabras, por inspirarme todo el tiempo y enseñarme a contar sin develar, por alegrar mi vida a través de la magia de los colores y las formas.
[Esta nota no lleva ilustraciones pues ningún ilustrador fue sacrificado para la realización de la misma. Todo se verá más plano, pero quedaré en paz con la Asociación Internacional de Protectores del Artista Invisible]
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