tomate
anhelo
mórbido
caída
ojo
senda
boca
agua
secreto
voz
Esas son las 10 palabras que me tocaron en suerte al optar por el número 19, por invitación de Sergio Gaut vel Hartman y como parte de un ejercicio de Taller 7. Cuando pedí ese número lo hice por el día de mi cumpleaños, y no tenía ni la menor idea de cuáles serían las palabras que me tocarían en suerte.
El asunto es que el relato le gustó a Sergio, y probablemente hoy a la noche sea publicado en el actual número de Axxón.
¿Que yo tengo palanca?
Los invito a sacar sus propias conclusiones.
Más allá de la publicación de la viñeta (no es más que eso) es curioso cómo pueden diez palabras sueltas servir "de esqueleto" para una historia.
¿Qué hubiesen escrito ustedes con esas mismas diez palabras?
¿Cómo? ¡Ah, sí! El cuentito se titula La Picazón
El asunto es que el relato le gustó a Sergio, y probablemente hoy a la noche sea publicado en el actual número de Axxón.
¿Que yo tengo palanca?
Los invito a sacar sus propias conclusiones.
Más allá de la publicación de la viñeta (no es más que eso) es curioso cómo pueden diez palabras sueltas servir "de esqueleto" para una historia.
¿Qué hubiesen escrito ustedes con esas mismas diez palabras?
¿Cómo? ¡Ah, sí! El cuentito se titula La Picazón
1 comentario:
Tengo la respuesta. Hubiera escrito algo así:
LA ERA ANTERIOR
A pesar de la lluvia caída durante la noche la calle estaba seca. Miré a los costados y hacia atrás, convencido de que tenía que diluir el humor mórbido que me acompañaba desde la muerte de Thelma antes de enfrentar a Bruno. Finalmente sentí el tironeo; me decidí y avancé. El hijo de puta estaba esperando algo así cuando me puso en marcha de nuevo, y mi mayor anhelo era poner en claro desde un principio el tema central: yo no había querido hacerlo. Ser una marioneta manejada por un tipo como él me enfurecía aún más que mi propia perversidad.
Regresé para recuperar mi pasado y lo único que había logrado era una perpetua oscuridad, un rosario de ideas confusas, sordidez. ¿Tanto había cambiado todo? Recordé la época en que se podía obtener buen dinero permitiendo que experimentaran con tu cuerpo. No era peor que la ruleta rusa. Sólo un cinco por ciento del total moría y otro cinco quedaba estropeado. Pero se jugaba fuerte y te podías quedar con cien de los grandes a cambio de un poco de líquido azul circulando por tus venas... que en la mayoría de los casos era sólo agua.
Presté atención antes de entrar al edificio de ladrillo a la vista en el que Bruno tenía su laboratorio. Estaba seguro de que me seguían y si bien acepto que soy aprensivo, la angosta senda por la que se me permitía moverme no dejaba espacio para ideas complejas. Todo parecía estar programado desde el principio, aunque el privilegio de saberlo no me hacía feliz.
El laboratorio no estaba protegido ni era secreto; eso no encajaba con nada de lo que yo conocía. En mi primera vida las cosas habían sido diferentes y tenías que arriesgarte se pretendías sacarle algún jugo a un asunto como ese. Subí por la escalera tratando de no hacer ruido, pero el edificio parecía haber sido vaciado deliberadamente.
Sólo vacilé cuando estuve frente a la puerta. ¿Qué pretendía Bruno, realmente? Me había obligado a realizar ciertos movimientos, como si yo fuera una pieza de ajedrez, aprovechándose de que no lograba superar el sopor crónico que me acompañaba. Y no una pieza cualquiera: un peón, que sólo puede avanzar.
—¡Adelante! —La voz de Bruno era estridente como una frase de clarín. —Te estaba esperando, idiota.
No dije nada, por cierto; el habla no estaba entre mis nuevos atributos. Sentí el ronroneo de los motores en las articulaciones y supe por qué sentía aquellos tirones. Bruno me guiñó un ojo y torció la boca; parecía estar jugando a algo, un juego antiguo que se licuaba entre los ácidos de mi memoria. Tardé algunos segundos en advertir que señalaba con el dedo un vaso lleno de jugo de tomate. ¿Qué tramaba? Volví a necesitar un lapso considerable para descubrir que era sangre y no jugo de tomate. ¡Maldito hijo de puta!
—No es para tanto —dijo una mujer que había estado arropada entre pliegues de sombra. Era Thelma, y no estaba muerta—. Admitamos que las reglas han cambiado. La muerte ya no es lo que era. —También ella guiñó un ojo y torció la boca. Después ambos se rieron.
—Funciona —dijo Bruno.
—¡Claro que funciona! —exclamó Thelma. Se deslizó hacia adelante y se expuso a la luz tenue que entraba por la ventana. Se llevó una mano sarmentosa a la boca y se tocó los labios hinchados—. ¡Pobrecito!
No era posible. Yo la había matado. Pero, ¿de qué podía estar seguro? ¿A quién había matado? Una vez más, Thelma leyó mis turbios pensamientos, aunque prefirió no hablar. En vez de eso extendió el brazo mecánico, tomó el vaso y bebió un trago de sangre.
—A tu salud —dijo Bruno sacando una petaca del bolsillo del saco. Desenroscó el tapón y la puso a la altura de mis ojos.
—A tu salud —repitió Thelma como un eco. Su timbre sonó trágico, como si los destellos del sol que se reflejaban en el espejo no le estuvieran destinados.
—¡A trabajar! —dijo Bruno enroscando en tapón y guardando la bebida—. Basta de juegos. —Se acercó hasta que pude sentir su aliento; era brandy barato. Extendió los brazos y colocó las palmas sobre mis orejas, como si deseara impedir que llegaran a mí los sonidos cristalinos que salían de una caja de ébano. Luego, con un movimiento suave pero firme, empezó a desenroscar mi cabeza. Descubrí lo que había sentido la petaca de brandy, pero fue lo último que se me permitió percibir. Siguió la oscuridad, un torbellino de conocimientos confusos, y la tibia sordidez de la muerte, una vez más.
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